El lunes pasado, el juicio del caso Students for Fair Admissions vs. Harvard Corporation inició en la Corte Federal de Distrito de Massachusetts, Boston. El proceso se espera que dure tres semanas y que termine en la Corte Suprema de Estados Unidos, la cual probablemente utilizará la ocasión para ilegalizar toda preferencia racial en las admisiones de las Universidades.
Recibiendo una gran atención mediática, el juicio subraya el carácter reaccionario y antidemocrático de la “acción afirmativa” o “discriminación positiva”, una política que busca ocultar las divisiones de clase en la sociedad mientras les permite a políticos derechistas pretender ser defensores de una protección igualitaria ante la ley. El juicio también expone, al fin y al cabo, las preferencias basadas en clase en las admisiones de estudiantes a universidades élite estadounidenses como Harvard.
La organización Students for Fair Admissions, Inc. (SFFA, Estudiantes por Admisiones Justas), presentó una denuncia contra Harvard en 2014. El activista legal derechista, Edward Blum, un investigador en el centro de pensamiento American Enterprise Institute, está dirigiendo la litigación. Blum presentó una denuncia similar contra la Universidad de Texas por sus preferencias raciales en los procesos de admisión. También instigó el infame caso Shelby County vs. Holder que llegó a la Corte Suprema en 2013, utilizándolo para anular las disposiciones de verificación de la Ley del Derecho al Sufragio en un fallo que facilita la prioridad republicana de discriminación en las urnas.
La denuncia de SFFA alega que Harvard discrimina contra estudiantes de origen asiático. La documentación incluye una queja de 120 páginas mostrando las décadas en que se ha ofrecido entrada a la prestigiosa universidad con base en consideraciones raciales. A pesar del sistema de admisiones supuestamente “holístico”—las leyes federales prohíben el uso explícito de cuotas raciales—, Harvard retuvo una composición étnica que no puede explicarse de ninguna manera neutral, racialmente hablando. Por varias décadas, la institución ha mantenido una composición étnica de entre 40-50 por ciento blanca, 17-20 por ciento asiática, 7-10 por ciento hispánica, 7-10 por ciento afroamericana, diez por ciento extranjero residente y menos de 10 por ciento indígena americana, mixta o de etnicidad desconocida.
El balanceo racial ha sido asombrosamente rígido. Entre 1994 y 2008, por ejemplo, la entrada promedio de afroamericanos fue de 7,8 por ciento, con una desviación estándar de solo 0,3 por ciento. Durante el mismo periodo, la inscripción de hispanos promedió 7,4 por ciento, con una desviación estándar de 0,4 por ciento.
Entre los años 2006 y 2014, la clase admitida contaba con entre 10,2 y 11,9 por ciento de afroamericanos y entre 9,8 por ciento y 13 por ciento de hispanos. Esta tendencia de proporciones afroamericanas e hispanas en el cuerpo estudiantil desafía cualquier explicación inocente.
La denuncia demuestra que los aplicantes asiáticos son los más afectados por el sistema de cuotas raciales, siendo una minoría “sobrerrepresentada”. A pesar de que la proporción de asiáticos en la población estadounidense se ha más que duplicado desde los años noventa, el porcentaje de asiáticos en las clases entrantes desde los años noventa se ha mantenido constantemente en torno al 17 por ciento. Los aplicantes asiáticos componen más del 40 por ciento de los estudiantes que cualifican académicamente entre los aplicantes (es decir, aquellos con los mejores promedios y notas de exámenes) y son rechazados por estudiantes de otras razas con peores credenciales.
El personal de la oficina de admisiones utiliza “cualidades personales” y otras categorías poco definidas para discriminar contra los aplicantes asiáticos, una práctica paralela a la respuesta racista de Harvard al “problema judío” a principios del siglo veinte, cuando los administradores de la universidad limitaron la inscripción de judíos a 15 por ciento por medio de evaluaciones de “carácter” y habilidades de “liderazgo”.
Harvard coloca frecuentemente a candidatos asiáticos-estadounidenses por debajo de candidatos blancos empleando estos parámetros intangibles y falaces. Aparecen notas en los portafolios de aplicantes aludiendo a estereotipos sobre asiáticos como “es callado/tímido, orientado a las ciencias/matemáticas, trabajadores esforzados”. Un evaluador de Harvard describió a un aplicando asiático en términos racistas: “Es callado y por supuesto, quiere ser doctor”.
Si Harvard evaluara a los aplicantes asiáticos y caucásicos de la misma forma, las tasas de inscripción para ambos grupos convergerían rápidamente. A pesar de que esto aumentaría el nivel general de diversidad racial en Harvard, el proceso de admisiones mantiene la entrada de dos veces más estudiantes caucásicos que asiáticos-estadounidenses.
La mayor parte del juicio hasta ahora ha consistido en testimonios del decano de admisiones y ayuda financiera, William Fitzsimmons, quien ha ocupado el cargo por mucho tiempo. Sus declaraciones han buscado defender el trato preferencial a aplicantes más pudientes. Su práctica de reunirse frecuentemente con empleados de la Oficina de Desarrollo demuestra que rige una política de admisiones impulsada por donaciones, a la cual Fitzsimmons califica de “importante para la fuerza a largo plazo de la institución”. Parte del dinero recaudado de esta manera sería utilizado para becas, añadió.
Además, afirmó que no recordaba una investigación interna en 2013 que halló que Harvard discriminaba contra aplicantes asiáticos. La universidad cesó la publicación de las cifras de composición del cuerpo estudiantil poco después. “Veo muchos documentos”, dijo elusivamente al abogado demandante.
Legalmente hablando, Harvard está patinando cuanto mucho sobre hielo sumamente delgado. La Corte Suprema y las principales universidades han estado jugando al gato y al ratón desde el fallo del caso Bakke en 1978, cuando se ilegalizó el uso explícito de cuotas raciales en las admisiones. Las oficinas de admisiones procedieron a revertir sus procesos de evaluación para generar composiciones raciales específicas del cuerpo estudiantil. El fallo del caso Grutter en 2003 limitó aún más el uso de las razas en las admisiones, a pesar de defender el beneficio “educativo” de tener un cuerpo estudiantil racialmente diverso.
La jurisprudencia constitucional estadounidense percibe cualquier acción gubernamental basada en razas con sospecha. Una universidad que reciba fondos federales, como Harvard, tiene la obligación de demonstrar que su discriminación racial en el proceso de admisión está “diseñado estrechamente” para mejorar los beneficios educativos de un cuerpo estudiantil diverso. Usualmente, las políticas no son “diseñadas estrechamente” cuando existen otros métodos para el mismo objetivo.
Esto podría ser fatal para Harvard, ya que los estudios muestran que el mejor método para aumentar la entrada de minorías y alcanzar la ostensible meta educativa de diversidad racial, es la eliminación de las admisiones “por legado”, ofrecidos a los hijos de exestudiantes
La tasa de aprobación a aplicantes “por legado” es de aproximadamente 30 por ciento, unas cinco veces mayor a la tasa general de aprobación. Los hijos de exestudiantes tienen menos posibilidades de pertenecer a minorías raciales y son en promedio más pudientes que los otros aplicantes.
Varias universidades como la Universidad Texas A&M, la Universidad de Georgia y todo el sistema de Universidades de California (que incluye a Berkeley y Cal-Tech), han aumentado fuertemente la diversidad étnica de sus cuerpos estudiantiles al acabar con las preferencias raciales y a hijos de exestudiantes.
Otra forma racialmente neutral para aumentar la diversidad sería eliminar las preferencias a hijos de donantes ricos, quienes tienden a ser caucásicos y aplicantes “por legado”.
Independientemente del resultado, el juicio de Harvard expone ciertas verdades fundamentales sobre la educación superior, la riqueza y la política en Estados Unidos. Más inmediatamente, es una muestra de que, en ciertos respectos, la Universidad Harvard funciona como un banco de inversiones que incursiona en la educación. Contando con una recaudación total de $36,4 mil millones, una suma que supera el producto interno bruto de muchos países, Harvard podría ofrecerles una matrícula y gastos personales a más de 600.000 estudiantes por un año. O, asumiendo una ganancia de seis por ciento sobre la recaudación, podría darles becas completas a 36.000 estudiantes cada año. Esto es casi seis veces el total de estudiantes de grado que se inscriben cada año.
Los testimonios del juicio han revelado lo que ya se entendía: se hace todo lo posible no para atraer a los más cualificados y brillantes, sino a los estudiantes más ricos y conectados.
Más en general, el juicio revela una vez más que la acción afirmativa sirve como un mecanismo de gobierno burgués sobre las otras clases. Mantienen meticulosamente los porcentajes raciales para que instituciones importantes tengan una masa crítica de minorías menos representadas. Como el juez Stephen Breyer dijo en sus argumentos orales para el caso Grutter en 2003, “creemos que, desde el punto de vista empresarial, militar, legal, etc., esta es una necesidad extraordinaria para tener diversidad en las élites de todo el país, sin la cual el país estaría mucho peor”.
Esta política, la cual es tenazmente defendida por la facción de la clase gobernante que expresas sus intereses por medio del Partido Demócrata, atiza resentimientos que son fácilmente manipulados por las fuerzas políticas más reaccionarias. En el caso de Blum, su organización promueve desmantelar la educación pública por medio de cupones. Su carrera política comenzó con una solicitud para manipular el mapa electora en Texas para desfavorecer a potenciales votantes demócratas. Al mismo tiempo, sus aliados en el Partido Republicano enviarían a los estudiantes asiáticos a campos de internamiento sin pensarlo dos veces ante una guerra con China. No hay ninguna facción progresista en esta disputa.
Una política de educación progresista y socialista no se basaría en admisiones selectivas con base en categorías raciales, sino admisiones plenamente abiertas. La educación es un derecho social, no una “oportunidad” escasa para un grupo selecto y privilegiado. No escasea el conocimiento, ni los docentes y el personal educativo para compartirlo y enriquecerlo. El acceso más amplio posible a la educación superior será instrumental en cumplir la antigua consigna socialista: el libre desarrollo para cada uno es una condición para el libre desarrollo de todos.
Los amplios beneficios individuales y sociales que ofrece la educación se enfrentan a solo un obstáculo: la monopolización de todos los recursos sociales por la aristocracia financiera.
(Publicado originalmente en inglés el 18 de octubre de 2018)