La siguiente declaración del Comité Político de la Workers League (Liga Obrera), predecesora del Partido Socialista por la Igualdad de EE.UU., apareció originalmente en su publicación bisemanal Bulletin el 9 de marzo de 1990 y fue luego publicada en la revista Fourth International (Vol. 17, Nos. 1-2) de 1990.
Esta Declaración extrae las lecciones de la Revolución nicaragüense de 1979 y los primeros nueve años del sandinismo en el poder, tras su derrota en las elecciones presidenciales de febrero de 1990 ante la Unión Nacional Opositora (UNO) patrocinada por Washington y expone el papel de los pablistas y morenistas en esta traición a la clase trabajadora centroamericana.
El resultado de las elecciones nicaragüenses del 25 de febrero tiene una enorme importancia para la clase trabajadora en todo el continente americano e internacionalmente. Pone fin a los 10 años de gobierno del sandinismo y exige que se saquen las lecciones de esta experiencia estratégica que puso a prueba y desenmascaró varias fuerzas de clase y programas políticos.
La concesión de derrota por parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) es la confirmación más clara de la incapacidad orgánica de la democracia burguesa y pequeñoburguesa, por más radical que sea, para librar una lucha consistente contra el imperialismo y de su papel, al final de cuentas, como agencia del capital internacional.
Esta cobarde entrega del poder estatal a los títeres directos del imperialismo estadounidense y a las mismas fuerzas políticas que combatieron con armas los trabajadores y campesinos nicaragüenses por más de 10 años representa la culminación de una serie de traiciones contra las masas oprimidas y capitulaciones al imperialismo de parte de los líderes nacionalistas burgueses del FSLN.
En este proceso, el estalinismo ha actuado como el verdugo de la revolución centroamericana. Y todos los elementos revisionistas y centristas que aclamaron a los sandinistas como “marxistas revolucionarios” y declararon el régimen nicaragüense como un “Gobierno obrero” e incluso como referencia de la revolución socialista son responsables criminalmente como cómplices de esta traición.
Los eventos en Nicaragua subrayan la crisis de dirección de la clase trabajadora y los enormes peligros que enfrentan los trabajadores y las masas oprimidas como resultado de la rápida intensificación de la crisis capitalista mundial. Demuestran a los trabajadores de Centroamérica e internacionalmente la urgencia de construir partidos revolucionarios proletarios basados en el programa de la revolución permanente.
De verdad, la capitulación sandinista pregona el fin de una época en que un conjunto de regímenes burgueses y movimientos nacionalistas pequeñoburgueses podían pretender ser el remplazo de una clase trabajadora revolucionaria en la lucha contra el imperialismo. Afirmando que representaban “caminos no capitalistas” o incluso el “socialismo”, estos regímenes se han sometido uno tras otro a los dictados del mercado global imperialista. En Latinoamérica, los viejos movimientos nacionalistas burgueses como el peronismo en Argentina o el PRI en México han asumido un papel como siervos directos del imperialismo, abandonando incluso la pretensión de que avanzan el “desarrollo nacional” y vendiendo las industrias y recursos estatales a los bancos y multinacionales imperialistas.
Por supuesto, los voceros de la burguesía en los medios de comunicación se han apresurado para proclamar que la derrota electoral de los sandinistas es un ejemplo más del “colapso del socialismo” y el “triunfo de la democracia”. Eso es falso. La clase trabajadora nunca tomó el poder, ni mucho menos estableció el socialismo en Nicaragua. El régimen sandinista era burgués, no obrero, y su programa era capitalista, no socialista.
No obstante, hay un paralelo entre los eventos de Nicaragua y aquellos en Europa del este. Pese a la gran diferencia de sus orígenes y evolución histórica, en ambos casos la crisis de gobierno deriva del colapso del orden de la posguerra y la rápida intensificación de las contradicciones fundamentales del imperialismo mundial, principalmente aquella entre la integración global de la producción y el sistema de Estados nación. Esta crisis ha vuelto inservible todos los programas nacionales, tanto el del “socialismo en un solo país” como el del frente sandinista nacionalista pequeñoburgués en Nicaragua.
Todas las agencias pequeñoburguesas del imperialismo —los nacionalistas pequeñoburgueses en los países atrasados, las burocracias estalinistas en los Estados obreros deformados y degenerados, la socialdemocracia y las burocracias sindicales anticomunistas en los países capitalistas avanzados— están renunciando a oponerse del todo a las demandas del capital financiero de eliminar todas las conquistas de las luchas pasadas de la clase trabajadora. En cambio, están uniéndose a los imperialistas a fin de colocar el peso completo de la crisis económica sobre la espalda de los trabajadores y los oprimidos.
El presidente sandinista Daniel Ortega intentó explicar la derrota electoral del FSLN declarando que el pueblo nicaragüense había “votado con una pistola en la cabeza” del Gobierno estadounidense. La guerra de los contras cobró más de 30.000 vidas nicaragüenses y dejó más de dos mil millones de dólares en daños. El bloqueo económico del imperialismo estadounidense y la organización de un boicot sistemático contra Nicaragua respecto a los mercados de crédito internacional desempeñaron un papel central, junto a la guerra, en reducir a la mitad los niveles de vida. El Gobierno de Bush fue tajante sobre intensificar el estrangulamiento de Nicaragua si ganaban los sandinistas.
Además, la invasión de Panamá, que fue aceptada en silencio tanto por la burocracia en Moscú como por los regímenes nacionales burgueses en toda América Latina, le demostró al régimen nicaragüense que no contaría con el apoyo de estos gobiernos ante una intervención estadounidense.
El imperialismo estadounidense sin duda colocó una pistola en la cabeza de los votantes nicaragüenses, pero fueron los sandinistas los que cargaron las municiones. Los comicios fueron testigo de la violación más grotesca de la soberanía nicaragüense. Washington invirtió decenas de millones de dólares de forma abierta y clandestina en la Unión Nacional Opositora (UNO) y todos los aspectos de las elecciones requirieron el visto bueno del imperialismo estadounidense.
Jimmy Carter, quien recurrió a todos los medios a su disposición como presidente, menos una invasión directa, para salvar al odiado dictador Somoza y prevenir la victoria sandinista de 1979, asumió el papel de mediador imperialista en las elecciones nicaragüenses y subsecuentemente permaneció en Nicaragua para presidir la transferencia del poder. Junto al ex fiscal general de EE.UU., Elliot Richardson, actuando bajo la cobertura de la ONU, Joao Baena Soares, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y cientos de asistentes, Carter supervisó cada aspecto de la elección, incluso la redacción del discurso de la derrota de Ortega.
“Considero que la principal contribución que pueden hacer los sandinistas en este momento histórico es garantizar un proceso electoral puro que nos levante el ánimo y… que ilumine el camino hacia la consolidación de la economía mixta, hacia la consolidación de una Nicaragua libre, independiente y democrática…”. Esta declaración fue hecha por Ortega al conceder su derrota ante la alianza contrarrevolucionaria UNO. Es la muestra más clara de la cobardía y el filisteísmo pequeñoburgués de la dirección del FSLN. Esta concepción de que llevar a cabo una elección burguesa con éxito que entregó el poder a los títeres del imperialismo constituye una victoria, evoca la respuesta fulminante de Trotsky a las protestas y calumnias “democráticas” del renegado socialdemócrata contra el joven Estado obrero soviético:
Y, hoy día, el partido de la postración y la cobardía, el partido de Kautsky, le dice a la clase trabajadora: “No se trata de si son en la actualidad la única fuerza creativa en la historia, si son capaces de arrojar por la borda a la banda gobernante de ladrones en la que se han convertido las clases propietarias, si alguien más puede reemplazarlos para cumplir esta tarea, o si la historia les permite posponer su realización (dado que el sangriento caos en marcha amenaza con sepultarlos pronto bajo las últimas ruinas del capitalismo). La cuestión es que los rufianes imperialistas en el poder deben poder—en el pasado o el futuro—engañar, traicionar y estafar a la opinión pública, alcanzando el 51 por ciento de los votos comparado a su 49 por ciento. ¡Muera el mundo, pero viva la mayoría parlamentaria!” (Terrorism and Communism, Londres: New Park, 1975, p. 43, nuestra traducción al español).
Este sórdido proceso electoral fue utilizado por los mandos sandinistas para declarar el fin de sus pretensiones revolucionarias, doblegarse a las demandas del imperialismo y transformar el FSLN en un partido nacionalista burgués. El camino elegido por los sandinistas para organizar la elección procuraba convertir el FSLN en algo parecido al PRI oficialista en México. Al perder en las urnas, Ortega, quien encabezará una “oposición leal” en la Asamblea Nacional, está siguiendo los pasos de figuras como Juan Bosch en la República Dominicana o Michael Manley de Jamaica, quienes se reamoldaron como defensores “responsables” de los intereses del capital nacional y extranjero después de verse derrocados por entrar en conflicto con el imperialismo yanqui.
La coalición victoriosa UNO, liderada por la candidata presidencial Violeta Barrios de Chamorro, no ha mantenido en secreto su programa contrarrevolucionario. Su intención es revertir las reformas llevadas a cabo por el régimen sandinista, devolver los negocios, la tierra y otras propiedades a los contras y sus partidarios que fueron expropiados durante la guerra. Su plan es restaurar la posición de embajador de EE.UU. como el procónsul imperialista que daba antes de 1979 la sentencia definitiva sobre los asuntos económicos y políticos de Nicaragua.
El programa económico del régimen de Chamorro ya fue resumido por su asesor económico educado en la Universidad de Yale, Francisco Mayorga, quien presentó su “Agenda de Recuperación Económica de la UNO” ante el Gobierno de Bush en Washington apenas dos semanas después de las elecciones. Este documento pide la venta de todas las empresas estatales a los capitalistas locales y extranjeros, la eliminación completa de los subsidios gubernamentales y el recorte de regulaciones económicas.
Además, en las discusiones con los sandinistas sobre la transición, Mayorga ha abogado por crear una “córdoba de oro” que busca reemplazar el córdoba, la moneda nicaragüense, que actualmente se cotiza a 64.000 por dólar, por uno nuevo respaldado por reservas de oro y con paridad al dólar. Incluso la propio Chamorro reaccionó con temor a esta propuesta, advirtiendo que podría devastar los niveles de vida ya abismales de las masas nicaragüenses, amenazando con acabar su régimen.
Mayorga ignoró estas preocupaciones, declarando que ya acordó tenía un acuerdo con Washington y que EE.UU. entregará 600 millones de dólares para respaldar las reservas nicaragüenses. Defendiendo su propuesta, Mayorga declaró, “Es necesario aplicar un fuerte shock desde el principio. ¿Cómo lo puedo decir? La economía sandinista está en estado terminal; consecuentemente, es necesario clavar el cuchillo hasta el mango”.
El intento de implementar este programa provocará una fuerte resistencia de la clase trabajadora. Pero se debe reconocer de entrada que la clase trabajadora afronta esta lucha cuando se entregó la iniciativa a sus enemigos debido a las traiciones de la dirección sandinista. Por un lado, las elecciones les han dado a la Contra y su presidenta el derecho “legal” de pedir una intervención militar directa de EE.UU. en Nicaragua bajo el pretexto de “defender la democracia”.
Nada de lo que sucedió en Nicaragua era inevitable. La conclusión desmoralizada tomada por el conjunto de fuerzas del estalinismo, el revisionismo y el radicalismo pequeñoburgués, de que el imperialismo estadounidense simplemente es demasiado poderoso como para que una nación pequeña y empobrecida como Nicaragua lo desafíe, es un fraude siniestro que busca encubrir su propia complicidad con la traición de la Revolución estadounidense. Los factores determinantes en cada instancia fueron la crisis de dirección de la clase trabajadora y la incapacidad inherente del nacionalismo pequeñoburgués de llevar la lucha contra los explotadores extranjeros y nacionales hasta su culminación.
Los trabajadores y campesinos nicaragüenses llevaron a cabo la revolución de 1979 contra Somoza y asumieron enormes sacrificios en la guerra contra los contras mercenarios con el objetivo de completar las tareas fundamentales de la revolución democrática, a saber, una independencia nacional auténtica respecto al imperialismo yanqui, la resolución del problema agrario y la destrucción de la dictadura somocista impuesta por Washington para velar por sus intereses. Pero el programa pequeñoburgués de los sandinistas bloqueó el camino revolucionario para lograr estos objetivos históricos.
No es posible explicar el revés contra del FSLN en las elecciones fijándose solamente en las extorsiones y manipulaciones del imperialismo. Fue aún más fundamental la profunda desilusión de la clase trabajadora y las masas oprimidas con la dirección nacionalista pequeñoburguesa, la cual demostró estar indispuesta y ser incapaz de forjar un camino independiente respecto al imperialismo y llevar a cabo las tareas fundamentales de la revolución.
Los propios sandinistas ya habían preparado e implementado parcialmente el programa contrarrevolucionario de la UNO antes de las elecciones. En el seno de este proceso yacía la participación del régimen nicaragüense en el dizque proceso de paz centroamericano con los líderes de cuatro regímenes títeres —El Salvador, Guatemala, Honduras y Costa Rica— que actuaron como frentes del imperialismo estadounidense.
El régimen sandinista aceptó el papel de defensor del statu quo centroamericano de represión policial brutal, explotación económica y opresión imperialista. Rechazó su consigna anterior de la “revolución sin fronteras” y, en cambio, se alistó como guardia fronterizo del imperialismo. Este proceso culminó con una apuñalada por la espalda a la revolución vecina salvadoreña. En diciembre pasado [1989], menos de un mes después de la ofensiva del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), Ortega firmó junto a los títeres centroamericanos una declaración que celebraba al régimen salvadoreño de escuadrones de la muerte bajo Alfredo Cristiani, llamándolo “el producto de procesos democráticos, pluralistas y participativos”, y que llamaba a los combatientes del FMLN a entregar las armas y desmovilizarse, equiparándolos con los contras mercenarios.
Al atacar la revolución en El Salvador y apoyar un régimen que es esencialmente un hermano de sangre de la dictadura de Somoza, los sandinistas demostraron explícitamente su renuncia a la misma revolución que los llevó al poder.
Aceptar la “legitimidad” de la división del istmo centroamericano en seis Estados nación capitalistas separados, todos los cuales son inviables económicamente y dependen inevitablemente del imperialismo, es traicionar la tarea fundamental de la lucha nacional democrática en Centroamérica: la liberación del yugo aplastante del imperialismo yanqui. Esta división irracional de Estados nación es el legado de los siglos de opresión colonial e imperialista de la región y constituye el cimiento sobre el cual ha germinado una dictadura sangrienta tras otra.
La traición sandinista a la lucha revolucionaria en el resto de Centroamérica es inseparable de su posición de clase dentro de Nicaragua. A diferencia de todas las innovaciones “teóricas” de los revisionistas que pintan a los nacionalistas pequeñoburgueses de colores comunistas y proletarios, el régimen encabezado por Daniel Ortega era capitalista: un Estado dedicado a la defensa de las relaciones de propiedad capitalistas y opuesto a la lucha de la clase trabajadora por el poder.
La posición de clase de los lideres nacionalistas pequeñoburgueses fue resumida durante la ola huelguística de 1988 por Víctor Tirado López, uno de los nueve comandantes de la Dirección Nacional del FSLN. Cuando el diario oficial sandinista Barricada le preguntó sobre las huelgas cada vez mayores y la opinión cada vez más popular de que todo el peso de la crisis económica estaba recayendo sobre los trabajadores mientras los capitalistas disfrutaban cada vez más privilegios, Tirado replicó cínicamente:
Este es el precio que todo el movimiento de trabajadores debe pagar. ¿O es que el movimiento de trabajadores no quiere pagar el precio? ¿Espera que todo le caiga como el maná del cielo?
Los trabajadores deben tener claras las alianzas, el proyecto de unidad nacional… y la economía mixta. Deben tener claro que el peso debe recaer sobre ellos, los trabajadores, porque estamos lidiando con una revolución para ellos… Esta es una revolución de los trabajadores y campesinos y lógicamente el principal peso, los problemas y las dificultades deben recaer sobre ellos. No podemos esperar que la burguesía tenga que aguantar el peso de este proyecto.
Los nacionalistas pequeñoburgueses no pueden delatar la falsedad de sus pretensiones “socialistas” con mayor nitidez que esta, afirmando que están explotando los sacrificios de la clase trabajadora y el campesinado para beneficiar a la burguesía.
Como ocurre en los otros países oprimidos por el imperialismo, a varias secciones de la burguesía nicaragüense les irritaba el dominio irrestricto del imperialismo y su títere local—la dictadura de los Somoza—ya que les prevenían desarrollar las condiciones para su propia explotación de la clase trabajadora nicaragüense. Se organizaron en el Frente Amplio Opositor (FAO) y grupos similares y llevaron a cabo cierres patronales contra la dictadura. La capa de pequeñoburgueses radicalizados en la dirección del Frente Sandinista se alió con esta burguesía antisomocista e incorporó a tales figuras como Violeta Chamorro y Alfonso Robelo en su régimen en 1979.
Si bien las agresiones militares y económicas imperialistas, junto con el empobrecimiento general de los países oprimidos en la última década, constituyen la causa de la miseria económica de Nicaragua, por sí solas estas presiones económicas no pueden explicar el hecho de que, en los 10 años desde la Revolución sandinista, la brecha económica entre las masas oprimidas y la burguesía nacional se ha ensanchado dramáticamente. Las políticas de subsidios estatales significaron ganancias enormes para los capitalistas nicaragüenses, mientras que los salarios reales promedio de los trabajadores cayeron 95 por ciento desde 1980. A pesar de que Chamorro y Robelo se separaron del régimen de forma temprana, los sandinistas siguieron sus intentos infructuosos de aplacar a los elementos burgueses que representaban estos exfuncionarios.
La política de austeridad económica impuesta por el régimen sandinista en febrero de 1989 representaba básicamente el mismo programa que los famosos “ajustes” del Fondo Monetario Internacional para hambrear a la población. Su objetivo era disminuir la inflación por medio de la reducción de los salarios reales de los trabajadores, mientras seguían subsidiando a los patrones de las grandes plantaciones, es decir, la burguesía agroexportadora, para que produjeran algodón, café y caña de azúcar para el mercado global. Además, iba de la mano de una devaluación descomunal y el despido masivo de aproximadamente 34.000 empleados estatales, así como la eliminación de programas sociales para poder costear los “incentivos de producción” para los capitalistas.
Junto a este programa antiobrero, el Gobierno eliminó lo subsidios a los precios de los productos agrícolas y aprobó una ley que garantizaba a los inversores extranjeros la repatriación completa de sus ganancias.
Desde que llegaron al poder en 1979, los sandinistas formaron un régimen burgués nacionalista de izquierda, comprometido con la defensa de la propiedad privada capitalista bajo la “economía mixta”, algo que justificaban por medio de consignas demagógicas sobre el “socialismo,” “un Gobierno de los trabajadores y campesinos” y “una revolución con la propiedad privada”.
Su plan para el desarrollo de Nicaragua se basaba tanto en el mantenimiento del capitalismo nacional como en la subordinación de Nicaragua al mercado imperialista. No buscaba la socialización de los medios de producción ni la expansión de la revolución, sino la defensa de la propiedad privada y la supresión del movimiento de las masas oprimidas, que involucró una poderosa ola de ocupaciones de fábricas y la tierra tras la Revolución de 1979. El plan sandinista no estaba fundamentado en la expulsión del dominio imperialista, sino en mejorar sus términos en la relación con éste. Procuraba cambiar la economía nicaragüense de una basada en la exportación de materias primas a una basada en la agroindustria y la exportación de materiales procesados.
Si bien los sandinistas dieron enormes concesiones a la burguesía agroexportadora, ofreciéndoles tasas de cambio sumamente favorables y tipos de intereses negativos, los capitalistas nacionales les repagaron rehusándose a invertir y llevándose millones en ganancias especulativas a cuentas bancarias en Miami. Parte de esto fue utilizado para comprar municiones para que los contras asesinaran a trabajadores y campesinos nicaragüenses.
Los trabajadores que hicieron huelga contra los planes de austeridad fueron despedidos en varias ocasiones o alistados en el ejército. Algunos de sus líderes fueron encarcelados y el ejército fue utilizado para ocupar fábricas. Durante esta represión contra el proletariado, el régimen sandinista inició su amnistía para los asesinos de la Guardia Nacional de Somoza y los mercenarios de la Contra. En ese mismo periodo, liberaba a los criminales contrarrevolucionarios de la prisión y los sandinistas comenzaron a desarmar a las milicias en las fábricas y plantaciones que habían armado.
La reforma agraria arrancó del principio de salvaguardar la “unidad nacional”, es decir, la “alianza estratégica” sandinista con la burguesía nacional. No nacionalizaron la tierra —una medida fundamental de la revolución democrática nacional— manteniendo la base fundamental del atraso y la opresión en el campo.
Al dejar a los latifundistas ilesos y concentrar los recursos en transformar las tierras expropiadas de la dinastía somocista en granjas estatales agroindustriales, los sandinistas enajenaron cada vez más a los campesinos al quebrantar sus esperanzas de que la revolución les dejaría tierra. Además de ofrecerle a la burguesía agroexportadora las mayores concesiones, en gran medida en la forma de tasas de cambio preferenciales, el régimen sandinista exigió bajos precios a los pequeños propietarios campesinos que producían para el mercado nacional y le vendían al Estado.
Solo fue como respuesta a la amenaza de la Contra que el régimen sandinista llevó a cabo una reforma agraria más intensiva en las zonas fronterizas a modo de socavar el apoyo a los contras. Pero dicha reforma agraria fue paralizada con la firma de los acuerdos de paz.
La naturaleza de clase del régimen sandinista fue demostrada claramente en las elecciones. Es un régimen burgués completo con presidente, Parlamento y ejército profesional. La Revolución nicaragüense nunca involucró la formación de consejos, juntas o comités obreros o cualquier órgano independiente de poder obrero. Al igual que casi todos los regímenes nacionalistas pequeñoburgueses como el de Fidel Castro en Cuba y el de Muamar Gadafi en Libia, los sandinistas formaron sus propios comités “populares”, los Comités de Defensa Sandinistas (CDS). En Nicaragua y otras partes, los oportunistas revisionistas intentaron atribuir a estos comités las características de los sóviets. No eran para nada iguales. El partido gobernante los impuso para prevenir la aparición de órganos auténticos de la clase trabajadora y no eran del todo independientes ni democráticos.
Los personajes en la transición de poder ponen aún más en evidencia la naturaleza de clase del régimen sandinista. Violeta Chamorro, la presidenta electa, formó parte del Gobierno de Reconstrucción Nacional formado por los sandinistas en 1979. Virgilio Godoy, el candidato virulentamente derechista de la UNO para vicepresidente, fue nombrado ministro de Trabajo del mismo Gobierno. Muchos de los principales asesores de la UNO y posibles ministros como Alfredo César, Alfonso Robelo y Pedro Joaquín Chamorro Jr. son exoficiales o expartidarios del Gobierno sandinista que se convertirían en agentes pagados de la CIA y dirigentes de los Contra.
Además, el papel desempeñado por Jimmy Carter en las elecciones no fue un accidente. Con respecto al imperialismo estadounidense, la dirigencia nacionalista pequeñoburguesa de los sandinistas guardaba desde el comienzo una actitud de reacercamiento con una sección “liberal” de la burguesía imperialista. Nunca realizó ningún llamado de clase a los trabajadores estadounidenses por la unidad contra su enemigo común: los explotadores capitalistas. Todo lo contrario. Urgió a los opositores de la agresión imperialista de EE. UU. a orientar sus protestas hacia el Partido Demócrata y, en última instancia, a ingresar en este partido capitalista y elegir a sus candidatos reaccionarios.
Desde el punto de vista del carácter de clase del régimen sandinista, cabe notar que no solo mantuvo la estructura fiscal de la dictadura somocista, ¡sino también su represivo código laboral! La incapacidad de la dirección nacionalista pequeñoburguesa para llevar a cabo ni siquiera los objetivos formales de la revolución democrática fue puesta de manifiesto en la Constitución, que siguió ofreciendo protección estatal a la educación religiosa. Es más, en otra concesión reaccionaria a la Iglesia católica, el aborto sigue siendo un crimen.
Tras la elección del 25 de febrero, lo más importante es hacer una evaluación estratégica del último periodo de dominio del nacionalismo pequeñoburgués y construir un nuevo partido proletario revolucionario e independiente en Centroamérica como sección del Comité Internacional de la Cuarta Internacional.
Solo es posible construir tal partido con base en la estrategia de la revolución permanente desarrollada por Trotsky, que representa la perspectiva fundamental del internacionalismo proletario en la época imperialista. La teoría de la revolución permanente de Trotsky fue confirmada en la Revolución de Octubre de 1917. Bajo la dirección de los bolcheviques, el proletariado lideró a las masas urbanas y rurales pequeñoburguesas y oprimidas, derrocó al zar, a la aristocracia terrateniente semifeudal y a la burguesía, y estableció la dictadura del proletariado.
Trotsky defendió la teoría de la revolución permanente contra las teorías mencheviques retrógradas de la “revolución de dos etapas” y el “bloque de cuatro clases.” Estas concepciones fueron resucitadas por el estalinismo para subordinar al proletariado a la burguesía nacional.
La experiencia nicaragüense confirmó el postulado fundamental de la revolución permanente: en los países oprimidos por el imperialismo, no es posible llevar a cabo la revolución democrática bajo ninguna facción de la burguesía. Esta clase y sus representantes entre los nacionalistas pequeñoburgueses son orgánicamente incapaces de asumir cualquier papel independiente. Su dependencia en el imperialismo y su temor al proletariado vuelve imposible que completen las tareas democráticas y garantiza que acogerán la reacción política, sin importar cuan izquierdistas suenen sus consignas al principio.
Solo el proletariado, ganándose la conducción del campesinado y las masas oprimidas en su conjunto, es capaz de llevar a cabo estas tareas por medio de sus propios métodos —los métodos de la revolución socialista— y el establecimiento de su propia dictadura proletaria. Inevitablemente, esta lucha plantea las demandas de clase de los trabajadores de implementar el socialismo y solo se puede mantener y completar con base en la revolución socialista mundial.
Esta tesis fundamental que confirmó tan poderosamente la Revolución de Octubre de 1917 fue nuevamente demostrada, pero en sentido negativo, en Nicaragua y un país tras otro en las últimas décadas. La burguesía y sus agentes pequeñoburgueses han traicionado la revolución democrática, sacando provecho de los sacrificios de las masas en la lucha nacional por sus propios intereses de clase. Este ha sido el resultado de las luchas de liberación nacional en Argelia, Bangladesh, Zimbabue, Mozambique y muchos países más.
El periodo más reciente no solo fue testigo de las traiciones históricas de los sandinistas. La Organización para la Liberación de Palestina renunció a su programa básico de una Palestina democrática y aceptó la legitimidad del Estado sionista de Israel. Los Tigres de Liberación del Eelam Tamil en Sri Lanka inicialmente respaldaron el contrarrevolucionario Acuerdo Indo-srilanqués y luego se declaró aliado del régimen racista de Premadasa contra la continuación de la ocupación india.
El estalinismo ha sido protagonista del sabotaje de las aspiraciones revolucionarias de las masas centroamericanas. Esto fue reconocido por el Departamento de Estado de EE.UU., que organizó una rueda de prensa especial tras la elección del 25 de febrero para expresar el agradecimiento del imperialismo estadounidense a la burocracia de Gorbachov por su asistencia en Nicaragua.
El vocero de la Cancillería soviética Ion Bourliai declaró la satisfacción de Moscú con los resultados de la elección, declarando, “Los nicaragüenses tomaron su decisión. Votaron por la paz, la libertad, la democracia, la reconciliación nacional y el consentimiento y la reactivación económica del país y el progreso social”.
Esta colaboración fue la culminación de la presión continua de la burocracia de Gorbachov para devolver a Nicaragua al yugo del imperialismo estadounidense. Desde el inicio de la revolución, los estalinistas soviéticos dejaron en claro que no tenían ninguna intención de desafiar el dominio de Washington en Centroamérica ni subsidiar dicho régimen nacionalista pequeñoburgués como sí lo hicieron con el régimen de Castro en Cuba.
El giro de la burocracia soviética bajo Gorbachov hacia un programa de restauración de las relaciones de propiedad capitalista dentro de la URSS ha ido acompañado de un nuevo nivel de complicidad con el imperialismo contra la clase trabajadora, tanto dentro como fuera de la Unión Soviética. El régimen estalinista estableció una alianza directa con el imperialismo mundial para transformarse en una nueva clase capitalista. Consecuentemente, incluso ha abandonado la pretensión de avanzar una política exterior “socialista” o “antiimperialista”.
Para 1987, la burocracia de Gorbachov ya estaba recortando sus suministros de petróleo a Managua para presionar al Gobierno a doblegarse ante el imperialismo por medio del Acuerdo de Esquipulas. A partir de 1988, redujo sus envíos de armas hasta que los eliminó completamente en 1989. En su encuentro en Malta, Gorbachov le garantizó a Bush que los sandinistas llevarían a cabo unas elecciones supervisadas por EE.UU. y respetarían los resultados.
El estalinismo nicaragüense ha desempeñado un papel particularmente atroz. El partido comunista nicaragüense fundado en los años cuarenta rápidamente colaboró con la dictadura de los Somoza en la “guerra contra el fascismo” y mantuvo su alianza con el déspota hasta su derrocamiento. Fue la traición del estalinismo la principal responsable de que la dirección de la Revolución nicaragüense de 1979 no estuviera en manos del proletariado en el país, sino de los nacionalistas pequeñoburgueses del FSLN. El partido estalinista se dividió entre el Partido Socialista Nicaragüense (PSN), que desde entonces ha estado afiliado con la socialdemocracia, y el Partido Comunista de Nicaragua (PCdeN); sin embargo, ambas facciones se unieron a los somocistas y simpatizantes de la Contra en la alianza electoral UNO.
El régimen de Castro participó de forma especial en traicionar la revolución centroamericana. Desde el comienzo, aconsejó a los sandinistas a no seguir el “ejemplo cubano” y buscar en cambio un compromiso con el imperialismo estadounidense y la burguesía nacional. Castro simplemente comunicaba el hecho obvio de que los sandinistas no dispondrían de tal defensa y subsidios soviéticos como los que recibió su régimen nacionalista pequeñoburgués durante los 31 años anteriores.
De hecho, Castro también se ha visto cada vez más limitado debido a la creciente colaboración del Kremlin con el imperialismo y sus pasos hacia la restauración capitalista en Europa del Este. La crisis política consiguiente del régimen de Castro fue ilustrada por el grotesco juicio amañado y ejecución del general Arnaldo Ochoa el verano pasado, así como la aparición y represión de tendencias opositoras dentro de la juventud del Partido Comunista en los últimos meses.
Al igual que los sandinistas, Castro no fue capaz de zanjar las tareas básicas de la revolución democrática en Cuba. Aclamado por todo tipo de revisionistas, quienes lo presentaban como el socialismo genuino e incluso como un “Estado obrero”, su régimen ha sido sumamente despiadado con cualquier muestra de independencia política de la clase trabajadora, que resume en su odio rabioso hacia el trotskismo. Mientras los subsidios soviéticos y la nacionalización de las fuerzas productivas han hecho posibles extensas reformas sociales en Cuba, el régimen de Castro sido incapaz de transformar la dependencia básica de la economía de la isla en el monocultivo del azúcar. Asimismo, ha renunciado explícitamente a cualquier intento de extender la revolución al resto de Latinoamérica. En cambio, llama a una alianza estratégica con la burguesía nacional del continente a fin de renegociar la deuda exterior.
El desastre del régimen sandinista ha desenmascarado las perspectivas de los revisionistas pablistas, cuyo porrismo a favor del nacionalismo pequeñoburgués constituyó un intento de subordinar a la vanguardia revolucionaria del proletariado al dominio del nacionalismo burgués y, por consiguiente, del imperialismo. Aquellas fuerzas como el estadounidense Socialist Workers Party (SWP, Partido Socialista de los Trabajadores), el cual está colmado de policías, o el Secretariado Unificado de Ernest Mandel que declararon el régimen sandinista como un “Gobierno obrero” o incluso como una “dictadura del proletariado” fueron cómplices directos de la traición de las luchas revolucionarias de las masas centroamericanas.
El Secretariado Unificado encabezado por Mandel apoyó la creación de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de los sandinistas y se ha opuesto consistentemente a la construcción de un partido revolucionario independiente del proletariado para luchar por los intereses de la clase trabajadora contra este régimen burgués.
Mandel también dio su efusivo apoyo al Acuerdo de Esquipulas II por medio del cual la burguesía latinoamericana estructuró la capitulación sandinista al imperialismo. La publicación pablista belga La Gauche lo dejó bien claro cuando declaró el 17 de noviembre de 1987 que “este acuerdo de paz representa una importante victoria para Nicaragua y un golpe muy fuerte para el imperialismo estadounidense”.
El estadounidense SWP plagado de policías adoptó posiciones similares. Su líder Jack Barnes renunció explícitamente en un discurso en diciembre de 1982 a cualquier conexión entre el SWP y la perspectiva de la revolución permanente de Trotsky, declarando que el FSLN, el Partido Comunista de Castro en Cuba y el desventurado Movimiento New Jewel en Granada representaban “el renacimiento del comunismo auténtico, al nivel de partidos proletariados en el poder”.
En cuanto a los morenistas en Argentina, en los últimos días de la revolución liderada por los sandinistas, organizaron la Brigada Simón Bolívar, cuyo nombre demostraba en sí su grotesca adaptación al nacionalismo burgués. Tras llegar a Nicaragua días antes de la caída de Somoza, esta brigada fue subsecuentemente expulsada de Nicaragua a punta de pistola por los sandinistas. Sin embargo, los morenistas siguieron insistiendo, como lo hace su publicación Correo Internacional de enero de 1989: “Durante estos nueve años, nuestra corriente mantuvo abierta la posibilidad de que, al calor de la brutal presión imperialista por un lado y de las masas por el otro, la dirección sandinista se viera obligada a ir más allá de sus intenciones, expropiando a la burguesía y al imperialismo”.
La tendencia morenista se especializó en dar una fachada “izquierdista” a la capitulación pablista ante el nacionalismo pequeñoburgués. Junto al resto de los grupos pablistas que calificó Cuba como un “Estado obrero”, criticó a los nacionalistas pequeñoburgueses del FSLN, al mismo tiempo en que los llamaba a “seguir el ejemplo cubano”.
En el seno del ataque revisionista contra la Cuarta Internacional a manos de los pablistas se encontraba su rechazo a la concepción marxista fundamental de que solo es posible alcanzar el socialismo por medio de la iniciativa revolucionaria de un movimiento de las masas proletarias que se haya vuelto consciente de su tarea histórica por medio de la intervención de un partido proletario marxista. Esta tendencia revisionista hallaba constantemente otros supuestos caminos hacia el socialismo como a través del estalinismo o el nacionalismo pequeñoburgués y todos fueron callejones sin salida.
Los acontecimientos en Nicaragua subrayaron la importancia decisiva de la lucha del Comité Internacional desde su fundación en 1953 contra la capitulación del revisionismo pablista ante la burguesía nacional y sus agencias pequeñoburguesas. Este aspecto del liquidacionismo pablista, además de que atribuye a la burocracia estalinista un papel revolucionario, representó una adaptación al orden imperialista de la posguerra. En particular, fue una capitulación ante la política en los países atrasados de la burguesía imperialista, la cual intentó detener la revolución proletaria entregando a la burguesía nacional una independencia de mentira, que no resolvió ninguna de las tareas fundamentales de la lucha nacional democrática.
En 1963, los pablistas encabezados por Mandel y el SWP bajo la dirección de Joseph Hansen se reunificaron con base en un acuerdo para definir Cuba como Estado obrero y avanzar el guerrillerismo pequeñoburgués como reemplazo de construir un partido proletario marxista como vanguardia consciente de la clase trabajadora. El carácter contrarrevolucionario del liquidacionismo pablista dejó sus huellas ensangrentadas en la clase trabajadora de América Latina, donde llevó a la liquidación de los partidos trotskistas, preparando las catastróficas derrotas de los años setenta.
El colapso del orden de la posguerra ha puesto al descubierto de forma definitiva las ficciones políticas sobre las cuales se ha basado el revisionismo pablista por casi cuatro décadas. Así como su predicción de “siglos de Estados obreros deformados” fue refutada por la crisis revolucionaria en Europa del Este, las implicaciones de su adulación al nacionalismo pequeñoburgués quedaron desenmascaradas en Nicaragua.
La debacle sandinista pone de relieve, nuevamente, que las lecciones de la lucha contra el revisionismo deben ser asimiladas para afrontar el desafío de construir el partido mundial de la revolución socialista que necesita la clase trabajadora.
Los trabajadores en Nicaragua y toda Centroamérica no pueden aceptar el regreso al poder de las fuerzas contrarrevolucionarias respaldadas por el imperialismo estadounidense ni el retroceso de las limitadas conquistas de la Revolución de 1979. No pueden permitir que se venda la industria nacionalizada ni que se le devuelva la tierra a los patronos latifundistas y somocistas.
Para resistir al peligro contrarrevolucionario causado por la traición de los sandinistas, la clase trabajadora necesita un programa socialista revolucionario que involucre la expropiación de la burguesía nicaragüense, colocando las fábricas, los comercios y la tierra bajo el control de los trabajadores y campesinos, y la extensión de la revolución hacia todas las masas oprimidas en Centroamérica e internacionalmente.
Debido a los enormes peligros frente a las masas nicaragüenses y centroamericanas como resultado de los planes de entregar el poder en Managua a los títeres de Washington, la Workers League llama a la clase trabajadora estadounidense a defender Nicaragua contra cualquier intervención imperialista. Los trabajadores en EE.UU. deben exigir el retiro inmediato de todas las fuerzas militares estadounidenses de la región y luchar por la unidad de los trabajadores de América del Norte, del Sur y Central para derrotar a su enemigo común, el imperialismo yanqui, por medio de la revolución socialista.
Ante todo, los trabajadores en EE.UU. deben intensificar su lucha contra los traidores de la burocracia sindical de la AFL-CIO. Mientras traicionan a la clase trabajadora en casa, han sido socios importantes de las conspiraciones sangrientas del imperialismo estadounidense en Centroamérica, por medio de “frentes laborales” de la CIA como el Instituto Americano para el Desarrollo Laboral Libre (AIFLD, por sus siglas en inglés). Además, deben expulsar a estos títeres imperialistas de los sindicatos y reemplazarlos con una dirección revolucionaria e internacionalista, dedicada a unir las luchas de los trabajadores estadounidenses con las de sus hermanos de clase en Latinoamérica y todo el mundo.
La cuestión más urgente es la construcción de un partido revolucionario independiente que una a la clase trabajadora de Nicaragua con la del resto de Centroamérica, luchando bajo la perspectiva trotskista de la revolución permanente. De este modo, completará las tareas de la revolución democrática estableciendo la dictadura del proletariado. Tal partido debe construirse como la sección centroamericana del Comité Internacional de la Cuarta Internacional.
